sábado, diciembre 22, 2007

El Principito

Capítulo 10

Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.

El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.

—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito!

El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"

Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.

—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó.

—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohibo.

—No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he dormido...

—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie.
Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!

—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito enrojeciendo.

—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces...

Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.

Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".

—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.

—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.

El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.

—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...

—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.

—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?

—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.

—¿Sobre todo?

El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.

—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito.

—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.

No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.

—¿Y las estrellas le obedecen?

—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.

Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:

—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...

—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?

—La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.

—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.

—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había formulado.

—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.

—¿Y cuándo será eso?

—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece. El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.

—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy.

—No partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas y te hago ministro.

—¿Ministro de qué?

—¡De... de justicia!

—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!

—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza...

—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .

—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.

—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.

—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.

—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo que me voy a marchar.

—No —dijo el rey.

Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca, dijo:

—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...

Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.

—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.

"Las personas mayores son muy extrañas", se decía el principito para sí mismo durante el viaje.

El Principito

Capítulo 9


Creo que el principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para su evasión. La mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas.

Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.

El principito arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que no iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.

—Adiós —le dijo a la flor. Esta no respondió.

—Adiós —repitió el principito.

La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.

—He sido una tonta —le dijo al fin la flor—. Perdóname. Procura ser feliz.

Se sorprendió por la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no comprendiendo esta tranquila mansedumbre.

—Sí, yo te quiero —le dijo la flor—, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia. Y tú has sido tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo quiero.

—Pero el viento...

—No estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.

—Y los animales...

—Será necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las temo: yo tengo mis garras.

Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:

—Y no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido partir, vete de una vez.

La flor no quería que la viese llorar: era tan orgullosa...

El Principito

Capítulo 8

Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.

Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se mostró espléndida.

La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:

—¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!

El principito no pudo contener su admiración:

—¡Qué hermosa eres!

—¿Verdad? —respondió dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito

adivinó exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!

—Me parece que ya es hora de desayunar — añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí...

Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.

Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:

—¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!

—No hay tigres en mi planeta —observó el principito— y, además, los tigres no comen hierba.

—Yo nos soy una hierba —respondió dulcemente la flor.

—Perdóname...

—No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?

"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó el principito—. Esta flor
es demasiado complicada…"

—Por la noche me cubrirás con un fanal… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de donde yo vengo…

La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.

—¿Y el biombo?

—Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…

Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.

De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.

"Yo no debía hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca hay que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso… Aquella historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme".

Y me contó todavía:

“¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".

El Principito

Capítulo 7

Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente meditado en silencio:

—Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?

—Un cordero se come todo lo que encuentra.

—¿Y también las flores que tienen espinas?

—Sí; también las flores que tienen espinas.

—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?

Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.

—¿Para qué sirven las espinas?

El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él.

Irritado por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me ocurrió:

—Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.

—¡Oh!

Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:

—¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus espinas…

No le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de nuevo mis pensamientos:

—¿Tú crees que las flores…?

—¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de cosas serias.

Me miró estupefacto.

—¡De cosas serias!

Me miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le parecía muy feo.

—¡Hablas como las personas mayores!

Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:

—¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!

Estaba verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.

—Conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas.
Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!"… Al parecer esto le llena de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!

—¿Un qué?

—Un hongo.

El principito estaba pálido de cólera.

—Hace millones de años que las flores tiene espinas y hace también millones de años que los corderos, a pesar de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven para nada? ¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no es importante? El principito enrojeció y después continuó:

—Si alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta que las mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!

No pudo decir más y estalló bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el perno, la sed y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole: "la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré un bozal para tu cordero y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!

El Principito

Capítulo 6

¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:

—Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…

—Tendremos que esperar…

—¿Esperar qué?

—Que el sol se ponga.

Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:

—Siempre me creo que estoy en mi tierra.

En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…

—¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!

Y un poco más tarde añadiste:

—¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.

—El día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad? Pero el principito no respondió.

El Principito

Capítulo 5

Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer día, del drama de los baobabs.

Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el principito me preguntó:

—¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?

—Sí, es cierto.

—¡Ah, qué contesto estoy!

No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se comieran los arbustos.

Pero el principito añadió:

—Entonces se comen también los Baobabs.

Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un solo baobab.

Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.

—Habría que poner los elefantes unos sobre otros…

Y luego añadió juiciosamente:

—Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.

—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?

Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este problema.

En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.

"Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy fácil".

Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos…"

Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.
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